domingo, 25 de abril de 2010

Un secreto irrevelable

Probablemente esté cometiendo una infidencia imperdonable, pero me resulta imposible guardar para mí lo que aquel sujeto me contó a título de secreto irrevelable, les juro que siempre he sido una persona discreta, pero dada las circunstancias del caso me veo en la obligación de hacerlo incluso a riesgo de cometer una imprudencia.
Nobleza obliga aclaro, no estoy demasiado seguro de cómo sucedió todo, la situación me desbordó por completo y pude haber olvidado detalles sustanciales, pero haré el mejor esfuerzo para ajustarme a lo que realmente pasó.
No eran mas de las 9 de la mañana, plena madrugada si nos situamos en espacio y tiempo (mi casa/ domingo), pocas cosas podían hacerme levantar de la cama por aquellas horas, sin duda lo que acontecería era un de ellas.
Estaba dormido y soñando con alguien (no recuerdo con quién), primer indicio de que algo no andaba bien, yo no sueño; en verdad algunas veces sueño con que estoy dormido, pero no mucho mas que eso. Llamativamente y a pesar de los somníferos la modorra se me empezó a alivianar al punto tal de sentir como en un lado de la cama alguien se sentaba cuidadosamente. Vacilé por un momento entre abrir un ojo y ponerme al corriente de lo que sucedía o dejar la situación a la buena de Dios (y de los narcóticos) y continuar durmiendo. Decidí por lo primero y en ese entonces empezó todo. “¡Al fin mi hermano! Pensé que ibas a dormir todo el día” me regañó aquel hombre al que estaba seguro no había visto en mi vida. Salí de la cama casi corriendo y me arrinconé contra el placard que está justo en frente, balbuceando un poco le rogué identificarse. “La gran mayoría de las veces preparo un poco el terreno, pero hoy ando un poco apurado por lo que voy a saltarme esa parte, la muerte, soy la muerte” me contestó con rudeza. No tuve ni tiempo a descreer, posiblemente para despejarme dudas el hombre tomó forma de parca, a lo mejor no cómo yo la imaginaba pero indudablemente era la parca. Exploté en un llanto angustioso y caí de rodillas al suelo, sabía que no podía hacer demasiado para torcer aquello que parecía ineludible. “Tranquilo Hernancito a todos les toca, el final del sendero es siempre el mismo mi hermano” trató de consolarme la mismísima muerte en persona. “¿Hernancito? ¿Qué Hernancito?”.
Sé que le juré a la muerte total discreción al respecto, equivocaciones como estas no le hacen muy bien a su ya empobrecida reputación, así que les ruego reserva.